Errores.

Nunca me ha gustado corregir los errores en los cuadernos. Sé que los fallos en los problemas, en la sintaxis, y en algo tan básico como la ortografía están mal, pero a pesar de escribir con boli rojo encima del tipex todavía húmedo, en mi interior surge una vocecilla diminuta que no está muy segura de lo que hace.

Todo el mundo comete errores, somos humanos, y es estúpido e incoherente ese afán que tenemos por demostrar lo contrario. Llegar a la perfección no lo es todo. Existe belleza en un tachón, armonía en el caos y orden en el desorden, aunque apenas lo podamos percibir.

Si cometemos errores es por algo, y una parte de mí se niega a borrar cualquier huella de equivocación. Hay una razón para cada fallo, aunque solo sea porque con ellos aprendemos. No hay que avergonzarse, al contrario, deberíamos exhibir sin vergüenza y con orgullo nuestros pequeños (y no tan pequeños) errores. Tendríamos que restregárselo al de al lado, con una mirada de «yo he aprendido algo nuevo».

Porque corregir nuestros propios fallos implica que somos conscientes de que poco a poco nos estamos mejorando a nosotros mismos. Que estamos en el camino correcto hacia el éxito.

Y si nunca te has equivocado, si jamás te has dado cuenta tras una violenta discusión de que no tenías razón, no podrás descubrir el hermoso sentimiento de satisfacción que produce ver que has hecho algo bien.

Sin errores, no pueden existir respuestas correctas. Son tan necesarios como cualquier otra cosa,  no te fíes de aquellos que intentan ocultarlos a toda costa.